Por Noé Jitrik para La Tecl@ Eñe
Cuando Perón entró en el escenario político argentino como un tornado descolocó a los partidos que previamente estaban acostumbrados a ciertas lógicas que parecían eternas. Se desconcertaron, se desanimaron, no lo podían creer. Algunos, los radicales, los socialistas, los comunistas, se hicieron, más o menos, cargo del desconcierto pero, fue evidente, perdieron energía; la oposición ofrecía un espectáculo en el que los actores no tenían demasiados guiones, salvo la repetición, figuras antaño imponentes eran más bien objeto de homenajes que de líneas de acción. Es claro que la “suma del poder” que ostentaba y ejercía Perón contribuía a ese borramiento pero más que eso, me parece, ciertos lenguajes cayeron en una inoperancia discursiva. Da la impresión de que eso que llegó hacia 1944 se quedó con sus más, la adhesión incondicional, y sus menos, el correlativo rechazo; el conflicto entre ambos términos determina todo lo que pasó hasta hoy día. El frondicismo fue una salida que adoptó el radicalismo para volver a tallar en la escena, se propuso superar al peronismo admitiéndolo y, de paso, y un poco como herencia, formuló ambiciosos proyectos, eso que llamaron “desarrollismo”, demasiado para el universo de quienes olían peronismo como quien huele comida en mal estado. El peronismo renació, se diría que incluso el montonerismo lo tuvo como meta final, pero el grueso del peronismo agradeció la atención contribuyendo a su extermino. La dictadura hizo a medias y, por fin, no pretendo hacer todo el recorrido, ese objetivo reapareció con el macrismo que pareció lograrlo, ver nada más la ciudad de Buenos Aires y los años en que ocupa el poder, pero no del todo: la “entente” Fernández-Fernández repone en la escena al peronismo, cierto peronismo, no el de la incondicionalidad, mucha agua corrió bajo los puentes y lo que queda del macrismo pretende que su razón de ser es terminar con eso. Pero no lo creo: si se le perdonara al macrismo la ristra de fechorías que hizo cuando creía que le había llegado la oportunidad, no tendrían sus conspicuos representantes ninguna dificultad en admitir, primero, que no hace falta tener una idea de país ni un pensamiento, segundo, que con el peronismo no se puede y que sería razonable pactar con él, si, por ejemplo, no se intentara que devolvieran lo robado, no sólo el Correo, ni que pagaran los impuestos ni que devolvieran lo mal habido y todo lo demás. Todas las voces de la llamada “oposición”, Bullrich y los otros secuaces, que ahora gritan por las vacunas y la santa patria, encubren su objetivo principal, “no devolver”, seguir enriqueciéndose; tienen lo que un viejo amigo definía muy bien: hay un sapo en el bolsillo y por eso no ponen la mano ahí.
A pocas cuadras de mi casa hay una sucursal del Correo, llamado “argentino” no sé desde hace cuánto, quizás desde que salió de las garras de la familia Macri, que espero que no puedan salirse con las suyas en la cuestión de la deuda que han dejado al final de su gestión. Lo que es evidente es que el correo es otro respecto de lo que había sido en una gran parte del siglo XX: parece, no estoy en condiciones de afirmarlo, que no logró resistir la privatización ni la competencia con los correos privados; dicho sea de paso, la palabra “privado” pasó a ser una especie de reina en la masa ideológica argentina, no sólo respecto del correo. En eso estamos, tema caliente, no estoy seguro de que lo estemos resolviendo bien. Pero a lo que me quiero referir no es al correo como tema político, económico y judicial sino a algo más modesto, la “carta”, que si antaño constituía la razón de ser de su existencia, pasó en los últimos tiempos a un modestísimo segundo plano: al parecer ya casi no se mandan cartas simplemente porque no se escriben, lo cual constituye un capítulo muy importante de la historia de la comunicación. En lo personal, desde que murió mi viejo amigo Edgar Tripet, que las escribía a mano y me las enviaba bien timbradas, yo casi no recibo cartas y cuando tengo que enviar alguna y voy a la mencionada sucursal, tengo que ponerme en una fila que ocupa media cuadra y cuyos miembros tienen de todo en sus manos menos cartas: el único que espera para despacharla soy yo, cuando llego a la ventanilla el empleado me trata con benevolencia, debo ser un resto medio tristón de un pasado remoto.
Si el tema no es la deuda macroidea al Estado ¿cuál es el tema ahora, al menos en este momento o para mí? Yo diría que el tema es la carta, no como mera costumbre sino como instancia comunicativa mediada por la escritura. Primera pregunta: ¿cuándo apareció como medio de comunicación y quiénes lo iniciaron? Sin posibilidad de dar respuestas precisas sólo puedo decir que, bajo la forma de la epístola, muy temprano comienza, pero no en el sentido familiar ni amistoso. Lo que, en cambio, puede afirmarse, es que en su carácter público, documental, filosófico y literario se desarrolla como posibilidad discursiva acorde con las posibilidades que ofrece la escritura, materialmente hablando y naturalmente su soporte, el papel que no salió de la nada. La pluma de ganso mojada en la tinta y la tinta misma, el papiro, así se escribieron monumentos de la cultura humana. Luego, mucho más tarde, llegó la pluma cucharita de metal y el papel, y ambos se instalaron en la escuela y en las cartas, el mundo se pobló de cartas, las familias las esperaban, los amantes las deseaban y volcaban en ellas sus sueños, la literatura no se podía perder ese espléndido hecho que sostenía y consolidaba la comunicación, instancia que, al fin y al cabo, sostiene la vida social. La máquina de escribir no menoscabó su imperio y si bien redujo la escritura a ser una mera virtud, la caligrafía, por el otro lado facilitó la proliferación comunicativa, cambió las maneras de escribir, las democratizó en cierto modo y hasta no hace mucho era imposible prescindir de esas maquinitas sobre cuyas teclas dedos veloces generaban múltiples escritos, de diversa índole. Un cambio fundamental tuvo lugar a mediados del siglo pasado: la computadora, el teclado, que seguía conservando la disposición del de la máquina de escribir, y la pantalla: escribir fue otra cosa, se achicó, las cartas podían ser escritas y vistas en pantalla e impresas pero, con la aparición del correo electrónico también eso caducó y fue difícil recuperar la dimensión cartas; se trataba más bien de “mensajes”, concepto que desdeña lo escrito para privilegiar el “decir”. Algunos, ilusos, no ceden y siguen escribiendo cartas en esos marcos pero también esa libertad empieza a ser cercenada, y de qué manera, por los celulares y otros sistemas que no me atrevo a enumerar porque la información me supera. Cada vez más breves, eso de ir a lo esencial en las pocas palabras que los dedos índices pueden penosamente trazar, implica la muerte de la carta, al menos como la concebíamos, y que hoy es objeto de archivo y de museo, los melancólicos las rescatan y le otorgan un valor que los digitalistas ignoran. ¿Qué nos espera? ¿El lenguaje de las señas?
Buenos Aires, 1° de mayo de 2021.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.
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