23 noviembre, 2024
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Los “entes” y la gramática del machismo

“Cansa escuchar tan seguido, en la política y los medios, a burros arrogantes que no saben niente”.

“Preside un ente, señorita. Si usted no domina el idioma castellano… Preside el ente, por eso se llama presidente. No existe la enta”, le dijo el diputado Martín Tetaz a la diputada Cecilia Moreau, y sus palabras viralizaron en las redes sociales porque, poco después, en un descuido, él mismo le dijo “presidenta”. Más allá de lo gracioso de su torpeza y lo aburrido de su mansplaining, aprovechemos el episodio para aclarar la diferencia entre la gramática de Whatsapp y la que se estudia en las universidades, porque cansa escuchar tan seguido, en la política y los medios, a burros arrogantes que no saben niente.
 
Para empezar, el presidente no tiene nada que ver con los entes. Los cantantes no cantan a los antes y los productores no producen ores; y estoy citando aquí dos substantivos que remiten al agente de una acción verbal. Olvidémonos, entonces, del fragmento “ente”, que no tiene nada que ver con esta cuestión, y observemos el morfema -nt, que es el que importa, y tanto vale para presidente o presidenta. Después de -nt- puede venir, o no, un marcador de género. Antes, viene la vocal temática. Y como hay más de una, tenemos también estudiantes que saben estas cosas e ignorantes que las desconocen. Además de -entes, hay -antes, y también -ientes, todos parientes. Y, en portugués, también -intes, como los “ouvintes”, que son nuestros oyentes. Pero, así como los antes no son enemigos de los despueses, el ENERGAS es otro tipo de ente, más allá de que tenga presidenta o presidente.

Seamos sinceros: esta discusión siempre fue sobre machismo, no sobre gramática. A nadie le molestó nunca la palabra “sirvienta”, usada por siglos en castellano, que también viene del verbo servir. Nadie gritaba ofendido, como el diputado Tetaz: “Se dice la sirviente, señor presidente, porque sirve a un ente”. Porque no molestaba una mujer sirviendo, como sí molesta, a algunos, presidiendo

 
Lo que no entendió el diputado chamuyante es que, a veces, las partes de una palabra son, cuando están sueltas, otras palabras, como el guardarropa, que guarda ropa; o están relacionadas entre sí, como el baile de los que bailan en la bailanta. Lo primero se llama composición y lo segundo derivación, y son diferentes maneras de formar nuevas palabras. Pero a veces no: la primavera no es una prima llamada Vera y los cantantes no son los que cantaron antes. En el caso que nos ocupa, el presidente no es alguien que preside un ente, sino alguien que preside, punto. Lo que dijo Tetaz es a la gramática lo que los-microchips-de-las-vacunas son a la medicina y Viviana Canosa al periodismo.
 
Tal vez el error venga de algún internauta que se armó un lío bárbaro con la palabra entis, participio presente activo del verbo “esse” (ser) en latín medieval, de donde sí viene nuestro substantivo “ente”. Pero formas como “presidente” no tienen otra relación con ese substantivo que la de ser fruto del mismo fenómeno de evolución lingüística: hubo participios originados en formas latinas que se lexicalizaron y terminaron, en las lenguas románicas, funcionando como nominales (la distinción entre substantivos y adjetivos es todo un tema, que han estudiado algunos gramáticos brillantes como Mário Perini). Esas formas luego sirvieron como modelo (uno de muchos) para derivar otros substantivos. En latín medieval, entis era el participio presente activo del verbo esse, al igual que legentis del verbo legere. Del mismo modo, nuestro “presidente” nace del verbo presidir. Sin embargo, funciona como substantivo, porque nosotros ya no tenemos participios presentes, sino solo pasados, como “presidido”.
 
Volveremos a hablar de los participios pasados. Pero antes, ya aclarado el tema de la vocal temática ––ahora que ya sabemos que en castellano hay entes, pero también ientes y antes, y que en otras lenguas románicas hay inclusive intes––, hablemos del infijo que Tetaz no consiguió identificar: -nt-. Se le dice infijo porque no va al final, como el sufijo, ni al principio, como el prefijo, sino entre dos o más morfemas. En latín, el infijo -nt- aparecía en los participios presentes activos, pero también en algunos sustantivos, adjetivos y determinantes. En castellano, como decíamos, estos participios se lexicalizaron y son substantivos, por eso les ponemos un artículo delante: el presidente, la presidenta. También varían en número (los presidentes, las presidentas) y pueden ser núcleo del sujeto (El presidente firmó el decreto).

Seamos sinceros esta discusin siempre fue sobre machismo no sobre gramtica
“Seamos sinceros: esta discusión siempre fue sobre machismo, no sobre gramática”.

 
Para discutir su género, déjenme contarles algunas curiosidades sobre esa cuestión, apasionante para quien le gusta la gramática. En hebreo y otras lenguas semíticas, los verbos flexionan en género. Si quiero decir “yo hablo”, digo aní medaber, pero si fuera mujer diría aní medaberet. En inglés, los sustantivos no tienen género: no hay “gatos” y “gatas”, solo cats. Los posesivos toman en unas lenguas su género del poseedor y en otras de lo poseído: his car, her car en inglés, pero seu carro, sua casa, en portugués. En castellano decimos un/uno, una, dos, tres, cuatro… En portugués, um, uma, dois, duas, três, quatro… En hebreo, hay masculinos y femeninos del uno al diez, que encima invierten la marca gramatical: los masculinos usan el morfema final que, en substantivos, adjetivos, etc., suele marcar el femenino. Mientras que, en inglés, todos los números son neutros: one, two, three… Podríamos seguir dando ejemplos.
 
¿Por qué esas diferencias son útiles para nuestra discusión? Porque ayudan a entender que cada lengua incorpora el género a su gramática como más le gusta –en alemán hay género neutro, que el castellano conserva por ejemplo en el artículo neutro “lo”– y esa forma puede cambiar, o variar. ¿El calor o la calor? En castellano, los verbos no flexionan en género, como en hebreo, pero sí los nominales, determinantes, etc., a diferencia del inglés. Y veamos: el participio pasado (verbal) no tiene género, pero el adjetivo que deriva de él (nominal) sí: decimos que “ella se ha casadO” y, a partir de entonces, diremos que “ella está casadA”. Si eso pasa con los participios pasados, que usamos tanto en su función verbal (invariable) como en su función adjetiva (variable), ¿por qué sería imposible que pase con los participios presentes, que solo sobreviven, como vimos, en su función nominal?
 
Para responder, tenemos que aclarar primero un principio general de la lingüística, que ya sugerimos con ejemplos: las lenguas varían y cambian. No son estáticas, ni funcionan todas igual, aunque tengan algunos principios comunes. Van adaptándose a nuevas necesidades de los hablantes. Y los procesos de formación de palabras también varían: la analogía y la anomalía van de la mano. Pensemos en otras relaciones de derivación entre formas verbales y nominales. Decimos juego y no juegamiento, pero decimos juzgamiento y no juzgación, y a la vez desaparición y no desaparecimiento. Pero en portugués se dice “desaparecimento” (o también “sumiço”, como el de la santa de Jorge Amado). Algo parecido pasa con las marcas de género de los substantivos. Decimos perro y perra, gato y gata. Pero a la vez decimos actriz, no “actora” (a no ser en los tribunales). Y decimos autora, pero no “autoro”, sino autor. El varón es poeta, la mujer es poetisa, ambos con “a”. La pava es femenina, pero el mate es masculino, así como el café, té y el fiambre para hacer sanguchitos, y la -e final no es, en esos casos, lenguaje inclusivo.
 

En hebreo y otras lenguas semíticas, los verbos flexionan en género. Si quiero decir “yo hablo”, digo aní medaber, pero si fuera mujer diría aní medaberet. En inglés, los sustantivos no tienen género: no hay “gatos” y “gatas”, solo cats.

Todo esto también varía entre lenguas, también las más cercanas. Nuestro árbol es “uma árvore” (fem.) en portugués y nuestro paisaje, “uma paisagem”. Un vestido, en francés, es “une robe” (fem.) y el color es “la couleur”, tan ella como “a cor” de nuestros vecinos. Y ella, en castellano, ¿está contenta, contento o contente de ser tan colorida?
 
Bingo: contenta si es ella, contento si es él. Pero, en portugués, no varía: “ela está contente”, “ele está contente”. La alegría no es por el ente, pero los gramaticólogos del machismo también usaban ese ejemplo, en Brasil, para negar que Dilma fuera presidenta. En castellano y portugués, decimos “un estudiante” y “una estudiante”, sin cambios, pero en francés varían: un étudiant, une étudiante. La “e” final, en francés, tampoco es lenguaje inclusivo, sino marca de femenino.
 
Seamos sinceros: esta discusión siempre fue sobre machismo, no sobre gramática. A nadie le molestó nunca la palabra “sirvienta”, usada por siglos en castellano, que también viene del verbo servir. Nadie gritaba ofendido, como el diputado Tetaz: “Se dice la sirviente, señor presidente, porque sirve a un ente”. Porque no molestaba una mujer sirviendo, como sí molesta, a algunos, presidiendo. Cuando las mujeres servían y nada más, el diccionario de la RAE decía que un “gobernante” era aquel que gobierna y una “gobernanta”, la mujer que se encarga de la limpieza en los hoteles. “Gobernantos” no había; los hombres no estaban para limpiar. Y esa gramática tampoco la discutieron nunca.
 
Cada vez que alguien niega su género a una mujer que preside –de la misma forma que cuando les dicen “los travestis” a las travestis, aunque en nuestro país tengamos una ley de identidad de género que las reconoce como mujeres–, las reglas que aplican no son las del castellano, sino las del patriarcado. Aunque un diputado que nunca en su vida agarró un libro de lingüística haga papelones en la Cámara diciéndole a una colega mujer que “no domina el idioma castellano”. Una reacción, ay, clara como el agua.
 
 

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