Las últimas palabras que la madre de Rosa Belmonte pronunció ante su hija fueron: «No tengas críos». No fue el final, pero casi, porque luego cayó en un coma inducido por la morfina y no se volvió a escuchar su voz. Con ese recuerdo empieza el primer relato de ‘Sobre nosotras. Sobre nada’ (La esfera de los libros), un artefacto singular que la columnista de ABC ha escrito al alimón con Emilia Landaluce, de ‘El Mundo’, y en el que ambas rescatan episodios de sus vidas más hilarantes que reales, siempre bordeando la nostalgia por la orilla del humor. El primer capítulo (y la dedicatoria) es para las madres: la de Belmonte muriéndose después de una existencia
dura con momentos estelares, como el día que atropelló a un hombre que salió corriendo con un jamón en brazos («muy mal no estaría»); la de Landaluce aguantando la resaca de su retoño adolescente en un avión dirección Roma («con lo que engorda el alcohol, además») y el espectáculo de la policía con la china de hachís nada más aterrizar. Hubo multa de tres mil euros, pero nunca llegó.
«El objetivo era hacer reír. No tenemos intención de que la gente piense ni nada de eso. Nos gustan Gerald Durrell y David Sedaris», suelta Belmonte, entre risas. «Lo de hacer el libro entre dos era la manera de convencer a Rosa de que escribiera uno», apostilla Landaluce, a su lado. «Es que somos muy gandulas», concluye la primera. ¿Como Carmen Mola? «Pero nosotras somos de verdad. Dos mujeres. Aunque no lo parezcamos». Y vuelta a reír.
Ya lo avisan en el prólogo: «¿De qué va este libro? De nada. (…) Pese a los apaños, pese a haber tardado tanto que algunos han creído que el libro era tan quimérico como ‘Plegarias atendidas’, pese a todo, sigue yendo sobre nada. Sobre nosotras. Sobre nada». O sobre todo: amor, amistad, restaurantes, trabajo, colegio, perros… Esa clase de cosas. Las que se contarían en un buen obituario, pero por adelantado, para descansar a gusto.
Al capítulo de las madres le sigue el de la educación. A Rosa la metieron en un internado, y los fines de semana se pegaba atracones de televisión en casa, «menos cuando se murió Franco». «Yo sueño que estoy interna otra vez. No sueño eso de tengo suspenso el derecho administrativo. No, yo sueño que vuelvo al colegio interna. Una cosa tremenda», comenta. A Emilia tampoco le agradaba mucho el colegio; aprendió más siguiendo la «intensa vida social» de sus padres. «Lo que más te enseña de la vida es el cabaret. La vida es un ejercicio de tolerancia», resume. Y su amiga añade: «La televisión es una fuente de aprendizaje. Igual que los periódicos». Por eso escribe que «la educación se la proporciona una observando a quien merece ser observado…»
Las dos llegaron a esta profesión sin buscarlo. Y sin estudiarla. ¿Cómo fue? «A mí es donde me enchufaron cuando salí de la universidad. Era eso o hacerme conservadora», espeta Landaluce, que durante unos meses probó suerte lejos de las rotativas. «Pensaba que lo que no me gustaba era el periodismo pero lo que no me gustaba era trabajar», sentencia. Y Belmonte: «Yo era abogada en ejercicio. Pero es mucho más divertido escribir que ir a los juzgados». A veces, mientras lee algo (sobre Paul Newman, por ejemplo), se sorprende al pensar que eso sea trabajo. Aunque también es trabajo que le pellizquen en el culo (en el libro lo explica). «A mí me sorprende todavía que me paguen», reconoce Landaluce.
Así que su narración discurre así, a saltos por una historia íntima: es como curiosear un álbum de fotos ajeno. En lo del comer Rosa cita a M. F. K. Fisher para justificar su adicción a los huevos, y luego deja esta frase para la posteridad: «Es fácil dejar de fumar. Dejar de comer, no. Una dieta de esas, un régimen de pocas calorías. No puedo dejar de pensar en las que no comieron postre en el Titanic». Y Emilia repasa sus atracones. El mejor, sin duda, fue el que se dio con el kilo de foie gras que le envió un tal Jean: «Solo los franceses podrían haber descubierto que el martirio y tortura de los palmípedos produciría semejante milagro gastronómico». Terminó en el suelo con punzadas en el estómago y su madre rociándola con bicarbonato. «Comer es una forma de placer…», dice ahora. «Es la mayor forma de placer», zanja Rosa.
Ella repite mucho que la vida siempre ha ido en serio (contra Jaime Gil de Biedma), aunque después se lo toma todo en broma. ¿Todo? «Algunas cosas no se pueden decir. Como no somos judías hay cosas de las que no nos podemos reír», reconoce antes de la carcajada. Y matiza: «Yo creo que hoy se pueden decir las cosas que se sigan queriendo decir, y evidentemente habrá gente que se ofenda. Y ahí está el código penal, los tribunales». Por cierto: ¿alguna idea para el epitafio? «No, la verdad es que no. Yo espero que me fundan en un diamante», remata Landaluce.
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